No
lo podía evitar, era algo superior a él. El placer era tanto y tanta la
excitación que le producía. Desde niño no podía entenderlo. Su virilidad se
manifestaba ardiente al verla. Sus ojos verdes lo complacían, tocaba su piel
suave, sedosa, mientras ella gemía de placer. Sus dedos se deslizaban a sus
racimos de carne, llenos de leche materna, envidiaba su criatura lactando,
quería ser él quien lo hiciera, succionar su esencia femenina. Michel era su
amor prohibido, su tesoro escondido. “¡Mi amor!” –gritó su esposa desde la
cocina. “¡Deja a esa gata tranquila que está parida!”.
ALI HERNÁNDEZ ABRAHAN
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