Ella lo miró de soslayo,
como si no existiera. Lo había amado desde su adolescencia y todavía lo amaba
demasiado. Sus labios disfrutaban plenamente su contacto sensual, completamente
orgásmico, era una delicia sentirlo, tantos años de complicidad en los momentos
de angustia, de ansiedad, él sabía cómo calmar y aplacar su estrés. Así pensaba
Paulina, una mujer de temple, con un carácter envidiable por sus congéneres.
Siempre lograba lo que se proponía, lástima que con él siempre fue débil,
muchas veces trató de dejarlo, a veces
por poco tiempo, pero apenas olía su perfume, doblegaba su férrea voluntad y
caía nuevamente, dócil y sumisa a sus encantos.
Romper con él después de 40
años de convivencia le parecía una misión imposible. Un compañero que sería muy
difícil de sustituir; pero sabía que esa
relación comenzaba a ser peligrosa. Lo que él le ofrecía, aunque era
placentero, al final tendría sus consecuencias. Sus padres se lo habían
advertido, sus amigos íntimos también, pero la atracción entre ambos, según
ella, era de un magnetismo insuperable, se complementaban, era su obsesión, no
podía estar sin él, ese gran amor tenía que terminar, ella lo sabía, la estaba envejeciendo por culpa de
sus encantos ocultos, 40 años de idilio demencial que hacían mella en su
cuerpo.
Paulina tosió de nuevo,
aspiró profundamente, exhaló el humo espeso y gris, viendo como se disipaba
lentamente formando siluetas de muerte que la aterrorizaban. Carraspeó, luego
escupió sangre, y no pudo evitar entre lágrimas, contener un sollozo violento
que irrumpió el silencio de la sala de espera. Tomó aire, suspiró
profundamente. Decidida, rompió drásticamente con esa unión idílica que la
llevaría a la muerte sino lo lograba. Con sus dedos amarillentos estrujó de
manera implacable contra aquél cenicero de piedra a su último cigarrillo,
comprendiendo definitivamente que, su divorcio con él, era inevitable.
Alí Hernández Abrahan