Caminó pesadamente hacia el automóvil, casi arrastraba sus
pies, pero a pesar de todo no se amilanaba por los obstáculos propios o
extraños que se le presentaban, andaba erguido, a pesar de su lentitud no
dejaba la impresión en el viento, sabía hacia donde iba, mejor dicho hacia
donde lo llevaban. Don Hermógenes disfrutaba mucho sus paseos dominicales en el
pequeño carro de su hijo, un sedán asiático de 4 cilindros que lo conservaba
siempre listo y apropiadamente limpio. Cada arruga de su rostro parecía
desaparecer por arte de magia, cuando la brisa intrépida se colaba fría sobre
su vetusto rostro, arrugando más aún su frente amplia y achicando sus ojos
levemente azules.
Don Hermógenes instintivamente agarraba su fina gorra de lana gris, porque el
ventarrón que lo arropaba, amenazaba con quitarle esa prenda tan querida, que
le había regalado su nieto adorado, y que ya no volvería a ver pues había
emigrado al fin del mundo. Su hijo Arsenio trataba de complacerlo, quería que
su padre se sintiera a gusto, sabía lo que le gustaba esos recorridos
domingueros, por las calles angostas de su amado pueblo, trataba de identificar
a través de la ventana cuando iban pasando, a las antiguas edificaciones que le traían recuerdos
gratos de su juventud junto a su amada familia. Pero Don Hermógenes
comenzó a comprender que este nuevo
paseo tenía características distintas, su hijo le había colocado música de la
época de su juventud, se emocionó mucho, sus ojos se lavaron quedamente con las lágrimas escasas que salieron
impertinentemente. No necesitó limpiarlas, la brisa las secó rápidamente.
Tarareaba sus canciones, las estrofas eran casi siempre incompletas, “Adiós
muchachos compañeros de mi vida…taratatata , hoy me toca a mí emprender la
retirada….” Y así la canción entrecortada dentro de su mente agotada,
vislumbraba un caminito que hace tiempo, pero mucho tiempo, lo vio pasar.
A sus 96 años le pedía a la vida su muerte, ya había vivido
demasiado, su mente disparataba a veces
pensamientos insensatos, los trasladaban a épocas remotas de felicidad
inconclusa, pasajera, no sabía si vivía un sueño, o si estaba muerto, una paz inexplicable embargaba en silencio su
memoria, el caminito empezó a cambiar, le parecía familiar aquella hilera de
sauces llorones que como abanicos tristes despedían a los que por allí pasaban.
Era tiempo de partir…pensaba. De pronto la caravana de carros negros paró
frente a una parcela de tierra recién removida. Don Hermógenes despertó
sobresaltado, oyó una voz conocida… -¡Abuelo!- musitó llorosa una linda
jovencita.-“Baja del carro, para que despidamos a mi papi a su último viaje”. –
Terminó la frase abrazando fuertemente a su querido Nono. Don Hermógenes se
acercó al ataúd que recién habían sacado del carro fúnebre, y dijo: “Adiós
hijo, el boleto para ese viaje era para mí, ¿Por qué me lo quitaste?..”
Frustrado… lloró en silencio.
ALI HERNÁNDEZ ABRAHAN