Allí, en esa sala,
áspera, de colores disueltos, sin gracia, ni gusto; Alberto observaba, siempre
allí, con su cara petrificada, inamovible, sin hablar…simplemente miraba. Cómo
habían pasado los años, lo poco que cambiaba en el ambiente, era un soplo de
polvo que a veces, sin su permiso lo arropaba, tenue y palpable, síntoma de su
poco avance, él siempre fue una persona íntegra, idealista, sin ambigüedades
éticas, defensor de la vida y de sus breves encantos, ese polvillo en su traje apenas lo incomodaba. No
era fácil para él. Alberto sentía que no envejecía, como si al tiempo no le
importara.
En un principio todo
tenía que ver con él, lo miraban, le hablaban, sus hijos lo tomaban en cuenta,
lo tomaban y abrazaban con lágrimas entre sus mejillas, salpicadas a veces de
risas involuntarias por ese amor siempre presente a pesar de sus rencillas.
Cuando su hija mayor
se acercaba a hablarle, Alberto se estremecía de amor paterno hacia el primer
fruto de su sangre, la amaba profundamente, al igual que sus otros hijos, sentía entre sus brazos que ella lo amaba con descargas de sentimientos
encontrados. Ella lo miraba fijamente y le reclamaba lo duro que fue con ella,
él pensaba que si no hubiese sido así, ella no sería la mujer que era, con
temple, decidida, con un carácter firme que la ayudó siempre a ser determinante
y a cumplir con sus metas. Pero, callaba, ella algún día lo comprendería.
En esos encuentros
abundaban los silencios de hastío, los cristales de lágrimas llenos de
arrepentimiento tardío. – Papá – era la palabra que salía quedamente de sus
labios, conteniendo un sollozo que ahogaba ese gran amor hacia Alberto. Él solo
la miraba pasivo, queriendo abrazarla sin poder hacerlo. Pensaba, y con temor a
que escuchara sus pensamientos “Hija, no sabes cuánto te amo, pero aprender a
ser padre es muy difícil, trae una mezcla de gran felicidad, pero también de
mucho miedo, el temor de fallarte, de hacerte daño sin querer, de cubrir todas
tus necesidades, dándote siempre lo justo para que nunca pecaras de vanidosa ni
de egoísta, para que tu corazón siempre perdone y ame sin límites y seas un
gran ser humano.
Su hija lo miraba,
suspiraba hondamente, como absorbiendo esos pensamientos invisibles,
inaudibles, pero que por magia filial llegaban a su corazón, haciéndole
recordar lo mucho que lo amaba. Esa conversación de corazones, de espíritus
unidos por la sangre, siempre terminaba con un beso de ella hacia él, dejándolo
solo en la sala.
A veces pasaban los
días y llegaba su hijo el duro, a el que le decía muchas veces “los hombres no
lloran”, pero su hijo era como él, de sentimientos a flor de piel, que amaba
profundamente a su esposa y a sus hijos. Cuando lo iba a ver, se sentaba frente
a Alberto, se miraban largamente en silencio, sabiéndose ambos cómplices de una
amistad entre padre e hijo, diferente, con una admiración profunda, ambos se
amaban con respeto. Siempre su hijo iniciaba la conversación. – Papá, sabes, hoy
me ascendieron en mi trabajo, las cosas van muy bien…Gracias a ti, siempre
siguiendo tus consejos…Gracias viejo; terminando la conversación con su
acostumbrada frase mágica de veneración a quien tanto ama “Bendición papá”.
Alberto sentía un
especial orgullo por su hijo, desde muy joven fue un gran trabajador,
responsable e inteligente, ahora convertido en un excelente padre, esposo y
hermano, muy independiente siempre. Su hijo lo estrechó entre sus manos
despidiéndose con un beso. Cuando se iba, Alberto lo bendecía, al igual que
hacía con sus amadas hijas.
El día transcurría, la
sala en silencio. La luz del gran ventanal que entraba en la mañana, se
reflejaba en el rostro de Alberto, que plácidamente se calentaba, le agradaba
mucho esa hora del día. Sentía que esos
rayos lo vitalizaban, lo recargaban, aunque él no se movía.
Así pasaban las horas,
hasta que la pequeña aparecía, era la última, la que Dios le regaló cuando
menos lo esperaba, con ella recibió la última bendición como padre que El
Supremo le envió. Fue como un renacer de su Ser, pero también un gran reto como
hombre, ya era viejo cuando ella llegó, creía que estaría pocos años con ella,
tal vez, de sus hijos, la que mejor lo
conocía. Ella fue en una época su compañera de trabajo, sabía realmente cómo
era su papá; cómo lo apreciaban las personas que trabajaban con él, así como
algunas lo envidiaban, o porque no respondían a sus exigencias y disciplina en
el trabajo.
Ella era la que más
admiraba y respetaba a su papá. Alberto tenía una gran debilidad por ella, pues
era su hija más dulce y cariñosa con él, ese afecto especial que necesita todo
ser humano, sobre todo en la vejez.
Cómo le alegraba el día cuando ella lo visitaba y se sentaba frente a él y le decía, “Papá te amo, te quiero mucho, y te doy gracias por todo lo que me enseñaste, cada lección tuya la llevo en mi corazón y nunca se me olvidan. Eres un gran papá, luego ella lo besaba muchas veces, despidiéndose con la bendición, esa palabra divina que une corazones, no importa donde estén las personas que la pronuncian o la escuchan. Alberto los bendecía siempre y le daba gracias a Dios por sus hijos, un regalo de la vida que siempre disfrutó.
Cómo le alegraba el día cuando ella lo visitaba y se sentaba frente a él y le decía, “Papá te amo, te quiero mucho, y te doy gracias por todo lo que me enseñaste, cada lección tuya la llevo en mi corazón y nunca se me olvidan. Eres un gran papá, luego ella lo besaba muchas veces, despidiéndose con la bendición, esa palabra divina que une corazones, no importa donde estén las personas que la pronuncian o la escuchan. Alberto los bendecía siempre y le daba gracias a Dios por sus hijos, un regalo de la vida que siempre disfrutó.
Su mujer a quien
siempre amaba, lo veía, allí en la sala, siempre esperándola. A veces se
acercaba cuando el remordimiento la acosaba, hablaba con él, le pedía que la
perdonara, se miraban por largo rato, el
silencio era terrible, como leyéndose el pensamiento ¿Qué pensaba ella? Se preguntaba.
¿Por qué envejece tan rápido? ¿Por qué sentía que ya no la deseaba como antes?
Allí en esa sala, veía como pasaban sus hijos, sus amigos, había cierto misterio en
ese lugar que él aún no se explicaba. Hasta que un día, vio a su mujer
encanecida, pero con mucha gracia y belleza, se acercó hacia él, lo tomó entre
sus brazos y le dijo con nostalgia.- Alberto, no quiero seguir envejeciendo
sola, hace ya años que partiste y me he encontrado un nuevo compañero, aún te
amo en el recuerdo venerado, lo siento amor, la vida hay que vivirla.
-.Terminó sus palabras llenas de emoción, sentía descargar toda esa angustia que tenía por ocultar esa nueva relación. Lo miró con sus ojos cubiertos de la lluvia del alma, esa que solo sale cuando el corazón se agita. Miró a su alrededor para ver si alguien los observaba, colocó con mucho cuidado y cariño el retrato de su esposo en la mesita de la sala, lo limpió despacio con la manga de su blusa y lo miró con un nudo en la garganta.
-.Terminó sus palabras llenas de emoción, sentía descargar toda esa angustia que tenía por ocultar esa nueva relación. Lo miró con sus ojos cubiertos de la lluvia del alma, esa que solo sale cuando el corazón se agita. Miró a su alrededor para ver si alguien los observaba, colocó con mucho cuidado y cariño el retrato de su esposo en la mesita de la sala, lo limpió despacio con la manga de su blusa y lo miró con un nudo en la garganta.
Allí en ese momento, Alberto comprendió que solo era un retrato con psiquis, con alma, que nunca
quiso abandonar su casa.
ALI
HERNÁNDEZ ABRAHAN