Bertha y Laureano, 35 años de casados, los dos marionetas de
la sociedad donde viven. Tienen dos hijos, una buena casa, dos automóviles y
dos grandes apellidos heredados de sus rancias familias coloniales. Él ateo,
ella fanática religiosa. Desde hace muchísimos años dejaron de tolerarse, uno
duerme en un cuarto y el otro también, pero, desgraciadamente para ellos los
dos se necesitaban, vivían convenientemente, no había amor, pero tampoco
repudio. Inteligentemente aparentaban su unión, pero para nadie era secreto su
gran desamor.
Laureano en el fondo era un gran cobarde, mejor dicho un
cómodo acobardado, a sus 67 años le aterraba tener que empezar de nuevo;
divorciarse, dividir sus bienes y no poder disfrutar nunca más de las comodidades
y relaciones sociales y familiares que le aportaba su unión con su frígida y
estirada esposa.
Bertha, a pesar de sus años, seguía siendo una mujer hermosa,
elegante, de finos modales y vocabulario rebuscado. Ella en realidad nunca amó
a Laureano, pero al ver que sus amigas se casaban y seguía solterona, decidió
aceptar al ordinario Laureano que se babeaba por ella. En fin su esposo era un
hombre bueno, de modales toscos, de palabra limitada, pero muy trabajador,
responsable y leal. No se había ganado la lotería con él, pero estaba conforme,
era la señora de un Gandolfi, y en esa sociedad de adulantes, bastaba para ser
respetada…
Una noche calurosa, Laureano ardía de anhelos de caricias apasionadas,
sediento de deseos carnales se atrevió a pisar la alcoba de su esposa, entró
sigiloso a la habitación que alguna vez fue testigo de escenas pintorescamente
románticas, llenas de erotismo que terminaban en un coito fugaz y extenuante.
Una gota de sudor se deslizaba refrescante por su mejilla, sus labios resecos se
empañaban frugalmente con su lengua tibia que buscaba el sabor de una mujer
excitada.
Bertha se encontraba inusualmente desnuda sobre su cama, el
calor la atormentaba, desafiaba a sus sábanas para que no la cubrieran y la
dejaran libre para disfrutar de la tibia brisa que se colaba por la ventana.
Entre penumbras, Laureano avistó la figura sombreada del
voluptuoso cuerpo su compañera. Se acercó tembloroso, ansioso, febrilmente
excitado. Alargó su mano callosa y tosca para acariciar el pecho de su esposa.
Laureano no poseía buena visión e imaginaba una figura erótica, joven y hermosa
le aguardaba deseosa de sentirlo cual padrote equino, salvaje y relinchón, para
hacerla feliz con su pasión.
Tantos años sin tocarla, sin disfrutar del calor de su cuerpo,
Laureano explotaba en un éxtasis que no había sentido hacía muchos años. A su
edad volver a sentir esa sensación era casi imposible. Bertha permanecía quieta,
como que esperaba que eso pasara; como si aquella canícula extraordinaria fuese
el detonante para hacer el amor. Laureano se encontraba totalmente concentrado
en su intensión conyugal, montó el cuerpo de su mujer y lo poseyó
ardientemente, sin desperdicio de tiempo, con el fragor de un luchador que
tiene a su adversario contra las cuerdas, esperando el conteo del árbitro
imprudente que obligaría a terminar la función, 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1…¡fuera!
Fugaz y caliente terminó el round. Laureano, sudoroso y
agitado, instintivamente fue a besar a su compañera, en gesto delicado de
agradecimiento y de ternura por tan maravilloso momento. Bertha no se movía,
sus ojos estaban asombrosamente abiertos, y con una leve sonrisa en sus labios,
no había aliento, no había vida, se dio cuenta
que estaba definitivamente muerta. Bertha dejó de ser infeliz, pasó a
mejor vida, ya no tendría que preocuparse a sus 60 años por divorciarse y
partir bienes con su esposo.
Laureano, acongojado pensó que hubiese sido un nuevo comienzo
de su vida marital. Sonrió, al fin no
tendrá que dividir sus cosas. Todo sería de él. No habrá divorcio para los dos.
Pero Laureano, al levantarse y verla allí, fríamente desnuda, sintió que al fin
fue feliz un momento con ella, y ella estaba dichosamente muerta. ¡Felizmente
desdichados!
ALI HERNÁNDEZ ABRAHAN