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martes, 27 de junio de 2017

LA INOLVIDABLE HISTORIA DE DOS.( Primera parte)


(Relato del Libro no publicado: “Cuentos con sabor a menta” de Alí Hernández Abrahan.)


La mañana era fría, no provocaba levantarse, las sábanas estaban cálidas, risueñas, demasiado cariñosas para ignorarlas, pero Rimar no podía perder el tren, saldría al mediodía para ver a un antiguo amor, tan antiguo como su cumpleaños número 16. Ahora tiene 60. 44 años sin verlo, sin escuchar su voz, su encuentro era vivir de nuevo la pasión de aquella juventud que jamás se olvida.
Se apresuró ilusionada a levantarse, bañarse, desayunar y partir velozmente hacia la estación del tren. Por el camino, mientras se dirigía a su punto de partida, iba recordando aquel noviazgo de adolescentes, las imágenes iban surgiendo sucesivamente, aquel primer beso en la escalera, la mirada que se entrelazaba sin pudor entre los dos, atravesando sus almas para descubrirse ingenuos y puros en medio del patio de recreo del colegio donde estudiaban. Ambos atractivos, siempre llamando la atención sin quererlo, despertaban envidias de sus compañeros de estudio, eran una pareja ideal. El amor comenzaba a penetrar en sus corazones.



Alexandro estaba nervioso, su ansiedad por ver de nuevo a Rimar lo mantenía despierto a pesar de lo tedioso y largo del camino, no sabía cómo iba a reaccionar pues le llegaría de sorpresa, el tren corría por los rieles apartando el tiempo de su mente, llevándolo hacia el recuerdo que creía había olvidado por completo. La risa franca y hermosa de Rimar, su cabello largo, liso y dorado que servía de marco a su rostro pálido y pequeño, de su nariz menuda y sus labios carmesí sensuales y provocativos.




Alexandro cerró sus ojos, respiró profundamente para seguir soñando. Cuando le dijo por primera vez que la amaba, sentía el nerviosismo de aquel entonces, las palmas de sus manos sudaban, sus palabras se entrecortaban, para un muchacho tímido como él, el esfuerzo fue muy grande, pero su amor por ella lo venció todo.


Recordaba cuando la vio por vez primera, sentada en su pupitre, charlando con su voz  fina y acento extranjero, su cabello adornado por una cinta verde que le hacía resaltar sus ojos intensamente negros, brillantes, llenos de vida, el uniforme vino tinto se ajustaba perfectamente a su silueta pequeña pero encantadora, parecía un cofrecito resguardando una preciosa joya. Habían pasado 44 años.


Esa mañana de otoño, nunca la olvidaría, el frío comenzaba a penetrar sigilosamente a los salones de clase, obligaba a todos ajustarse los abrigos y cerrarlos a los cuellos hasta el mentón para no tiritar de frío. Se acercó disimuladamente hasta donde se encontraba sentada Rimar, y le habló decisivamente:- ¡Hola! -¿Eres nueva?- le preguntó sabiendo la respuesta que era obvia.-  Rimar lo miró por primera vez y allí, desde ese mágico momento sus vidas cambiaron para siempre.-  Sí, claro ¿y vos? –le contestó con su acento divino, de una región del fin del mundo. ¿Yo?- le contestó Alexandro pensando que le contestaría- No…¡tengo ya dos años en la escuela!, si quieres te la muestro!- le contestó entusiasta. Esa conversación nunca la olvidó, fue el inicio de su primer y verdadero amor de adolescente, donde comenzaría a experimentar la delicia de la pasión juvenil y a sufrir la ingenuidad del corazón. ¡Habían pasado 44 años!.



Rimar se arregló su cabello que aún conservaba largo y sedoso, la ansiedad que le provocaba reencontrarse con el pasado, le abrumaba por todo lo que conllevaba, la incógnita que significaba volver a ver a un ser que había amado con todo el corazón de una joven que sintió pasión por primera vez. Su primer amor en tierras extrañas, su amigo y compañero que la ayudó a soportar la separación abrupta que tuvo, al dejar a su país por causas obligadas y no concertadas. Ese amor, que la ayudó a olvidar las riquezas que dejaba, los privilegios que tuvo  y a sus amigos queridos que la adoraban.

Rimar chequeó sus maletas antes de montarse al tren que la llevaría al pueblito donde se encontraría con Alexandro, la verdad era que le llegaría de sorpresa, él no sabía que ella aparecería de repente sin previo aviso, era un punto neutral de sus vidas ya sexagenarias, pero bien vividas, y con ganas de iniciar una nueva etapa que les inyectaría el sabor y la sazón que hacía ya mucho tiempo no degustaban. Tenía ya 25 años sin pareja, su ex marido la había dejado, era un alcohólico irresponsable, que la maltrataba y nunca la valoró como mujer y esposa, ella misma no sabía como lo había soportado por tanto tiempo, creía que podía transformarlo, cambiarlo, que algún día llegaría la metamorfosis, la transmutación tan anhelada, pero eso nunca ocurrió. Mientras esos pensamientos viajaban incontrolables por su cabeza, se tocó instintivamente las cicatrices terribles que le habían dejado ese amor enfermizo que la hizo tan desdichada. Sus tres hijos varones siempre la apoyaron y jamás volvieron a ver a su padre. Rimar era una profesional universitaria con títulos de postgrado, muy bien preparada e inteligente, a pesar del maltrato a la cual fue sometida, jamás doblegó su espíritu, y su autoestima siempre salió fortalecida.
Cuando llegó al país, era una chica de sonrisa fácil, hermosos dientes enmarcados por una boca de labios sensuales, delicadamente carnosos que le daban un aspecto exótico, sensual, muy atractivo.  De baja estatura pero de cuerpo anatómicamente bien equilibrado, casi perfecto. Era en su totalidad una figura delicada, para admirarla, para soñarla. Así la recordaba Alexandro, hacía ya 44 años.

 Mientras esas imágenes iban pasando, él observaba sus manos, arrugadas, llenas de manchas y uno que otro dedo medio torcido por la artritis, al observarlas, recapacitó, salió repentinamente de su ensueño y se dio cuenta de su realidad, ya estaba viejo, él era ahora una persona, de esas que la sociedad moderna se ha antojado en llamarlas “de tercera edad”, pero extrañamente sentía que una nueva fuente de energía lo invadía cada vez que el recuerdo de ese primer amor llegaba. Estaré viejo- pensaba- pero mi espíritu me dice que aún tengo amor en el alma- y rompiendo su silencio y hablándose a si mismo dijo en voz alta.- Aunque sea un momento, volveré a sentir la pasión que tuve un día- al terminar la frase, se dio cuenta que pensaba en voz alta y que varios pasajeros lo observaban extrañados por la interrupción abrupta del sonido reinante de los rieles del tren. Alexandro se sonrió y con un gesto de aprobación a si mismo saludó con  mirada plácida a sus compañeros de viaje. La verá después de 44 años.



Arrancaba al fin el tren, Rimar se acomodó al asiento y bajó la ventana para que la brisa acariciase su terso y blanco cutis, le encantaba la sensación de la caricia del viento en su rostro, sentía que su cara se rejuvenecía, sus arrugas desaparecían, naciendo de nuevo como niña. De momentos cerraba sus ojos y volaba con su imaginación, 44 años atrás, cuando era adolescente y llena de vida.

Su primera salida al cine con Alexandro, cuando fueron a ver “Historia de Amor”, una película romántica pero con un final triste, nada esperanzador. Recordaba como Alexandro acercaba su mano a la de ella tímidamente, rozaban sus rodillas acariciando sus piernas, sintiendo al contacto un escalofrío inusual que recorría veloz todo su cuerpo, estremeciéndola, a la vez que vibraban sus almas, deseosas de buscar el primer beso travieso que se darían en el cine. Cuando juntaron sus labios, sintieron el calor de su amor que se encendía en fuego primigenio y que guardarían por siempre en sus corazones. Al final de la película, que fue muy triste, ambos lloraban por esa historia en la cual no había un final feliz, la muerte de la protagonista y el dolor inconsolable del novio, simbolizaban lo desconcertante e impredecible que puede ser el amor, aunque sea verdadero, aunque sea puro y sincero, solo Dios sabe si será eterno.

Rimar sintió frío, medio cerró la ventanilla y miró fijamente el paisaje que iba pasando delante sus ojos, llanuras verdes y árboles que comenzaban a desnudarse de sus hojas, un remanente de flores silvestres agonizaban al paso del otoño. Se dio cuenta que había derramado algunas lágrimas al evocar aquel emotivo momento. Suspiró profundamente y le agradeció a Dios haber vivido tantas aventuras maravillosas a pesar de sus muchos sufrimientos.



Pegado a su ventana, Alexandro no dejaba de admirar el cuadro maravilloso de la naturaleza, brindándole como pantalla de cine aquel paisaje que caminaba a la velocidad del tren, el viento le obligaba a medio cerrar sus ojos, invadidos por él, lagrimeaban, refrescando su vista ante tanta belleza.
Rimar tenía una madre que lo abrumaba de preguntas sobre su país. Muy crítica, lo absorbía en sus conversaciones, hablaba más con ella que con la propia Rimar. Tenía una personalidad dominante, interesante, llena de anécdotas de una vida exitosa, por demás. en los últimos años azarosa. Era una mujer de edad mediana, muy atractiva y elegante, con cierto aire de actriz de cine de los 50’. No se acostumbraba al cambio, su país era para ella, un país de primer mundo, comparado con el país de Alexandro, al cual lo tildaba de atrasado. El nombre de ella nunca se le olvidaría, Selena, misteriosa como la luna.

Alexandro tenía ya 10 años de viudo, su mujer había muerto en un accidente muy extraño, algunos decían que se había suicidado, en fin su vida marital ya había comenzado a languidecer desde hacía mucho tiempo atrás, el desamor de su esposa lo había decepcionado del matrimonio, a pesar de haberla amado con su alma, sentía que poco a poco se alejaba de aquella mujer, con la cual solo tuvo una hija, Patricia, la niña de sus ojos. Su esposa al paso de los años fue cambiando su personalidad, tornándose mentirosa y egoísta, solo pensaba en ella, no compartía ni se interesaba en las cosas de él. Alexandro era periodista, un destacado e importante columnista del principal diario de su ciudad, además de haber escrito varias novelas y libros de poesía galardonados en concursos internacionales. Era un hombre muy creativo y no dejaba nunca de escribir, era su pasión, su razón de vivir. Su mujer jamás se interesó por sus escritos, ni siquiera por curiosidad los leía. Simplemente no les importaba. Fueron 34 años de indolencia, de total apatía hacia su querido trabajo. 







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