Rimar, estiró sus bien formadas piernas para activar la circulación de las
mismas. El cansancio quería aparecer en su cuerpo, pero la emoción de
reencontrarse con Alexandro le impedía sentir cualquier síntoma de fatiga. Era
inmensamente feliz, sus pensamientos volaban, y una sonrisa de sus labios se
dibujaba, embelleciéndola más repentinamente.
Ya era mediodía y el sol comenzaba a filtrar sus rayos a través del vidrio
de la ventana del tren, Rimar la bajó
queriendo sentir la brisa que emanaba del paisaje que veía. Notó que el paraje
era distinto, comenzaba a observar aridez y soledad, la tierra se tornó
amarillenta, el polvo se levantaba formando conatos de tornados enanos, la
sequía de esa región era notable. La brisa ya no era refrescante, fría como la
otra, era un viento cálido, portador de la energía del Sol radiante de aquella
hora meridiana.
Aquel paisaje sórdido le recordó el desierto que fue su matrimonio, árido,
que empezó con ilusiones de primavera eterna, pero terminando en un gélido
invierno en vísperas de Navidad. Nunca olvidaría ese día, pero en su corazón
desde hacía ya tiempo respiraba el perdón, ya no sentía ningún deseo de
resentimiento, para ella fue solo una pesadilla, un mal sueño que jamás volverá
a soñar. Rimar creció como mujer, esa experiencia le marcó el inicio de una
nueva vida que le permitió demostrarse lo que ella valía. El amor a sus hijos
ocupó su gran vacío sentimental, y dejó que Dios la guiará de Su Mano. Y allí
estaba, después de tantos años buscando lo mejor se su pasado. Hace 44 años.
Alexandro buscó instintivamente en sus bolsillos la última cajetilla de
cigarrillos que le quedaba, la sacó presuroso porque ansiaba fumar para
compensar de alguna manera tanta ansiedad que le causaba el reencuentro con
Rimar. Esos diez años de viudez fueron para él una eterna búsqueda de la
compañera de vida que necesitaba para transitar los pocos años que le quedaban,
pues el presentía que no duraría mucho, su vida no sería tan larga como él
quisiera que fuese. Pero a pesar de todo quería vivirla intensamente, con
alguien que verdaderamente valiera la pena. Fueron pocas las escogidas, mujeres
bellas y agradables, sentían por él una atracción madura, interesante, pera
jamás intensa como él quería. Alexandro era un hombre que deseaba amar sin
límites, entregarse a una relación de verdadero compañerismo, de trabajo en
equipo, de ser iguales en necesidades de
cariño, afectos y caricias constantes, de palabras amables, oportunas y
generosas, sin egoísmo, sin secretos perturbadores, en fin una relación de
almas transparentes que solo trabajarían para la felicidad de ambos.
Recordaba de pronto como terminó todo con Rimar, pareciera que ese archivo
perdido por el tiempo retornó sin previo aviso, como recordándole lo lamentable
que fue para él, esa separación, ese quiebre de su vida, de la muchacha que por
primera vez le causó dolor a su alma, la que le hizo llorar en sueños para que
nadie lo viera, la que arrancó de su vida la ilusión del amor eterno, el cual
nunca moriría, ese rompimiento que jamás supo su causa verdadera. Con el sabor
amargo de ese pasado, aspiró profundamente su cigarro y al expirar el humo
lentamente vio, reflejado en él, como una fotografía, cuando Rimar y él
marcaban sus iniciales en el tronco de un árbol de naranjo, que estaba cargado
de sus frutos, y despedía olor a
primavera, en aquella granja donde estaban de visita. Las letras “R y A”
enmarcados en un corazón, sensiblemente cursi pero adorablemente ingenuo, ese
era el amor de dos adolescentes. Habían pasado 44 años.
El tren comenzaba a pasar a lo largo de la costa, el paisaje se llenó de
palmeras y cocos, la brisa marina entraba a borbotones colándose vertiginosa
por las ventanas. Rimar aspiraba profundamente, saciaba sus pulmones, y
saboreaba la salina que trasgredía su boca, secándola con tanto viento. Levantó
la ventana apresuradamente para no despeinarse, su larga cabellera estaba
comenzando a enmarañarse,
La vista del oleaje, la espuma que chocaba con la arena, la llevó
velozmente al pasado. Ella y Alexandro sentados en el asiento trasero del coche
de su padre, Don Ernesto, que era un viejo resabiado, agricultor de mucha
sabiduría y de astucia instintiva para los negocios.
Recordaba cuando regresaban de un viaje a la playa, pues a su familia le
encantaba el mar y no perdían la oportunidad para disfrutarlo, sentados ella y
él muy juntitos, acurrucados por el frío que entraba por la ventanilla del
automóvil, con la piel quemada por el abuso del Sol, costumbre propia de
jóvenes adolescentes que no perdían un minuto para saciarse de sus rayos.
Allí, sentados, agarrados de las manos y mirándose tiernamente mientras la
noche caía y envolvía de sombras el interior del coche, como imanes sus bocas
se encontraban, olvidándose en donde estaban, pero Alexandro no perdía de vista
a Don Ernesto que ojeaba hacia atrás viéndolos a través del retrovisor, sin
lugar a dudas los pillaba en su furor de amor, pero él sonreía comprendiendo la
suerte de ser jóvenes y le encantaba que su hija fuese feliz a pesar de las
circunstancias de vivir en un país extranjero lejos de su hogar, sin la fortuna
de antaño pero con muchas ganas de vivir. Rimar soltó una carcajada al recordar
la cara de su padre al verla besar con su Alexandro, que saltó del susto cuando
los descubrieron en esa travesura de amor. Hacía ya 44 años.
El tren presuroso recorría sus rieles, pero a Alexandro le parecía que iba
lento, su ansiedad por ver de nuevo a Rimar lo angustiaba, y su mente se
llenaba de preguntas, de dudas, de todas las incógnitas que el tiempo había
escondido entre los dos. ¿Todavía le gustaría? ¿Qué sentiría por ella al verla?
¿Cuánto habrá cambiado? En fin eran demasiadas las cosas que le angustiaban. De
pronto el vagón oscureció, la sombra de una tormenta que arropaba al tren lo
sorprendió, rayos y relámpagos comenzaron a aparecer y estruendosos truenos
ensordecieron a los pasajeros. Rápidamente Alexandro subió su ventana, las
gotas de agua helada que entraban a raudales lo pinchaban como agujas
despertándolo de sus reflexiones, regresándolo drásticamente a la realidad.
Rimar terminó de cerrar bruscamente su ventanilla, la tormenta no la
perdonó, su hermosa cabellera se empapó sin piedad, molesta con ella misma por
no haber sido precavida sacó una toallita de su bolso y procedió a secárselo
meticulosamente, luego, tomó un cepillo que siempre guardaba celosamente para
casos de emergencia como ese, acarició su cabellera rubia para que tornara
fácilmente a su elegancia original. Los truenos le causaban pánico al igual que
los rayos, pero ella era una mujer de temple, valiente, incapaz de mostrar sus
debilidades ante un público extraño. La ventana le ofrecía un paisaje nublado,
los árboles se agitaban con la fuerza del viento, y las figuras que posaban en
el campo ella no lograba distinguirlas, era la vista de un mundo agitado.
Alexandro limpió meticulosamente su asiento con el pañuelo de tela de
algodón que le había regalado su madre, las gotas de lluvia desaparecían
empapando su paño sin ningún desperdicio. Se acomodó nuevamente, tratando de
estar confortable para seguir viviendo de sus recuerdos dichosos. De pronto, un
pasajero que estaba a dos puestos de él, encendió su radio portátil
sintonizando una canción que le llegó al alma de Alexandro, esa música lo
transportó a una fiesta en donde bailaba con Rimar, la recordaba lúcidamente,
hasta la olía, su perfume dulce lo llenaba de luces, de aromas deliciosos, de
personas lindas que los acompañaban en ese baile de novios, en esa danza de
jóvenes soñadores, donde la vida era eterna y maravillosa. Cada paso
sincronizado, cada movimiento de su cuerpo engalanado con un conjunto oscuro,
que hacía resaltar su tez blanca y el rubio trigal de su cabello hermoso.
¿Todavía le gustará bailar? Se preguntó en voz alta. De nuevo el mismo se
sorprendió. Ya no eran los jóvenes de antes. Habían pasado 44 años.
Nicolás Elcid, se estrenaba como piloto de tren, después de seis meses de
arduo entrenamiento logró sacar su licencia de conductor del caballo de hierro,
creía tener todo bajo control, la velocidad era la indicada, pero para un clima
seco, detalle del cual no se había percatado, se acercaba a un curioso y
peligroso túnel cuya trayectoria era curva, muy inclinada, que ameritaba un
descenso drástico de su velocidad. Antes, él era chófer de autobús, pero su
padrino Rafael lo había recomendado ampliamente para el puesto, a pesar de
saber que su ahijado tenía un pequeño retraso mental y jamás pudo culminar su
bachillerato. Pero era la única manera de garantizarle a su comadre una fuente
de sustento fija y confiable. De esa manera la familia quedaba acomodada si
algo le sucedía. Este era el piloto del tren de Rimar.
Giovanni Palaveccini, hijo de italianos emigrantes, había sido un alumno
excelente de la Academia Profesional de Oficios Especiales, institución de
mucho mérito y prestigio en el país, estaba estrenándose como piloto oficial
del Tren de la vía Principal Ferrocarrilera. Se sentía orgulloso de haber
logrado su meta, después de tanto sacrificio económico y estudios entrecortados
por las crisis sucesivas por las cuales atravesaba su país. Fue el primero de
su clase. Este era el piloto del tren de
Alexandro.
Rimar comenzó a sentir una angustia inusitada, estaba perpleja, nunca había
sentido algo semejante, no sabía precisar el sentimiento exacto, muy extraño,
pero atemorizante, veía a través de la ventana empañada por la lluvia, como el
paisaje se difuminaba entre grises y oscuros nubarrones, un relámpago iluminó
el estero del campo por el cual transitaban a mucha velocidad, abrió los ojos
de manera desorbitada pues creyó haber
visto figuras fantasmagóricas que le hacían recordar los malos tiempos de su
juventud, un trueno espantoso la hizo retornar a la realidad, miró nerviosa a
su alrededor y observó a los demás pasajeros completamente dormidos, le extrañó
mucho por el ruido que producía la tormenta.
Buscó instintivamente su teléfono celular y miró la hora, eran las tres de
la tarde, hora de la Coronilla de la Divina Misericordia, ella acostumbraba a
rezarla todos los días, pues sabía que tenía que ser agradecida con Dios por
todo lo que le había dado en esta vida, cerró los ojos y comenzó interiormente
a recitarla; “Expiraste, Jesús; pero la fuente de vida brotó
para las almas, y el mar de misericordia se abrió para el mundo entero. ¡Oh,
fuente de vida, insondable misericordia divina!, abarca el mundo entero y
derrámate sobre nosotros…”
Alexandro volvió a mirar su reloj, eran las 3.00 pm, la angustia que tenía
inexplicable lo llevó a recordar que era la hora de rezar la Coronilla de La
Divina Misericordia y comenzó a rezarla hasta terminarla “…Oh Sangre y agua que
brotaste del Corazón de Jesús como una fuente de misericordia para
nosotros, en Ti confío.”
Alexandro, levantó su cabeza y miró por la
ventanilla, se acercaba al túnel, una espesa neblina cubría el paisaje y los
relámpagos iluminaban el interior del tren, fotografiando los rostros de los
pasajeros profundamente dormidos, alejados de ese clima tempestuoso que los
rodeaba.
Alexandro se acordaba de
Rimar, y se seguía preguntando, - ¿tendremos una segunda oportunidad?- Imposible, a esta edad-, se contestaba él
mismo- Tendríamos que nacer de nuevo, pronunciando esto, se quedó pensativo, recreando
ese primer encuentro. De pronto vio a lo lejos, en el interior del túnel, una
luz que se aproximaba. Notó algo extraño y se quedó atento a lo que pasaba.
Nicolás Elcid se puso
sumamente nervioso, el tren no disminuía su velocidad al entrar al túnel, que interiormente tenía una curva muy difícil
de sortear, bastante peligrosa, el túnel era muy antiguo y no había sido
modernizado, por allí podían transitar dos ferrocarriles a la vez, uno hacia el
Este y el otro hacia el Oeste, pero el tamaño de los vagones modernos y la de
las locomotoras no hacían fácil la maniobra si se presentaban ambos trenes al
mismo tiempo, sobre todo si coincidían ambos en la curva , pudiendo ser fatal.
Giovanni Palaviccini,
experto piloto de trenes entró confiado al túnel, su velocidad era moderada,
suficiente para tomar la curva interior sin ninguna dificultad, se sentía a sus
anchas, pues este era su recorrido número 1.000, pudiendo hacerlo hasta con los
ojos vendados. Y cerró los ojos.
Rimar se cubría su rostro
con la bufanda de seda color verde esperanza que le habían regalado sus hijos el día de su
cumpleaños, la usó para no ver los relámpagos que le fastidiaron siempre su
vida, sobre todo de niña. Pero al sentir de nuevo la brisa exterior, se fijó
que estaban entrando al túnel, sintiendo que la velocidad era muy lenta,
excesivamente lenta, no sabía ella como explicarlo, pero era incapaz de mover
su cabeza y preguntarle al pasajero que estaba dormido al lado de ella para
corroborar esa extraña sensación. Sentía que se asfixiaba lentamente, que moría
sin el aliento que le proporcionaba la brisa. Vio una intensa luz…
Alexandro, estuvo a punto de
gritar cuando vio que la luz era la de una locomotora que no disminuía su
velocidad, era evidente que iban a chocar. Trató de pararse de su asiento, pero
una fuerza invisible lo mantuvo pegado al mismo, sorprendido miró a su
alrededor, asombrado observó que los pasajeros estaban dormidos, un grito
ahogado salió de su garganta. Vio una intensa luz…
Como siempre acostumbraba el
primer día de clases, oteaba todos los pupitres buscando caras nuevas, y al
llegar a la tercera fila se topó con una cabellera rubia, hermosa, adornada con
una cinta verde esperanza, al verla decidió acercarse para ver el rostro de la
dueña de semejante cabellera. Se acercó tímidamente y le preguntó:
¿Eres nueva
aquí?- obviamente sabía la respuesta- ¡Sí! – Contestó la joven sorprendida.-
ambos se miraron fija pero tiernamente, algo les pasó en sus corazones que
palpitaron fuertemente.-No sé- dijo un poco turbado el muchacho, por lo que
sintió, algo extraño, como emocionante pero a la vez inquietante y cautivador-
me pareces conocida- Le dijo entre cortado y poco decidido- La chica se sonrió
mostrando su hermosos dientes, perfectos y blancos- ¿Quieres que te muestre el
colegio?- le insinuó mientras le contestaba con su sonrisa encantadora-
¿Cómo te llamas?- le
preguntó ella-
-Romar Henríquez- Le dijo
sin dudarlo.
-Y tú ¿Cómo te llamas?- le
pregunto él-
-Alexandra Carsell- Para
servirte- le contestó con una carcajada, pues le parecía todo como una escena
de las telenovelas que tanto le gustaban.
- ¿Eres de aquí?- le preguntó
Romar, pues había notado cierto acento extranjero en sus palabras.
-No, soy del fin del mundo,
como dice mi padre.
La conversación fue
interrumpida por el profesor de Historia,
-Jóvenes, hoy hablaremos
sobre el famoso accidente ferroviario que aconteció en nuestro país hace 16
años- terminó la oración con rostro
adusto esperando la reacción de sus alumnos.
-¿Por qué fue famoso Profe?-
preguntó Luciano, uno de los alumnos más apreciados por sus compañeros.
_ Porque fue un accidente
terrible, en donde chocaron dos trenes dentro del túnel de la curva, como así
lo llaman, pero extrañamente ningún
pasajero murió, todos estaban dormidos y no supieron nunca qué fue lo que
verdaderamente les pasó, solo hubo algo misterioso que las autoridades nunca
supieron explicar, la desaparición de dos cuerpos pertenecientes a una pasajera
del tren del Este y de un pasajero del tren del Oeste. Jamás se encontraron.-
Terminó la explicación el profesor, quien observó sorprendido que Romar y
Alexandra estaban tomados de las manos viéndose como si pudiesen leer sus
pensamientos. Allí comenzaba la inolvidable historia de dos.
FIN
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